jueves, 4 de junio de 2009

Adiós

No te vayas dijo. No entendía mucho el significado de sus palabras, pero tenía el presentimiento de lo que su madre decía. No te vayas, mi amor, no te vayas. Un torrente de lágrimas de fuego iba bajando a raudales por la mejilla de la madre. La madre era delgada, más bien, esquelética, de una palidez que la hacía casi traslúcida, con apenas verdosas y azuladas manchas que se extendían como fibras por todo el cuerpo. Cualquiera que la hubiese visto, creería que no corría sangre por aquellas fibrosas y delgadas conexiones que se notaban de manera sorprendente en el cuerpo de la mujer.
Dio un gran suspiro y luego gritó, aún con más fuerza: ¡No te vayas! La niña, que apenas la miraba, con los ojos deambulando quizás por otro espacio que no era aquel cuartucho conformado de tablas podridas y un techo de yaguas, movía la cabeza de vez en cuando, muy lentamente. La infante sentía un frío en la espalda, un frío muy fuerte, y una debilidad tal, que aún en cama parecía como si se fuera a desplomar.
La intesa fiebre no la había abandonado en días. Los labios resecos, producto del calor interno que le quemaba las entrañas, no habían adquirido humedad con los innúmeros vasos de agua que la madre la hacía tomar. Era lo único que tenía para ella: agua, y té de yerbas.
Ya de madrugada, en horas que casi todos -a excepción de los trabajadores compulsivos y los corrompidos por el vicio- dormían, la niña pareció mejorar, pero era una señal de que a pesar de los tristes y amorosos ¡No te vayas! de su madre, diría, como lo hizo casi entrando el alba, con sus labios tiernos y los ojos de agua: Mamita, Adiós.

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